lunes, 13 de junio de 2022

LA AVENTURA DE ALBERTO


Érase una vez, que es como comienzan los cuentos, un niño que se llamaba Alberto. Era un niño como todos los demás, pero había un detalle en el que se diferenciaba de los otros niños: Alberto no se divertía en la escuela. Cuando era pequeño, no hablaba con su profesora, el sólo hablaba con una compañera y con su familia. Estaba aislado y eso no le permitía ser tan feliz como otros niños de su edad. La única alegría que tenía era cuando estaba jugando con su amiga en el recreo y con sus padres en casa.

En el parque se sentía apartado, lo demás niños no contaban con él para jugar y acababa jugando solo y encerrándose cada vez más en su pequeño mundo. Alberto parecía un chico muy tímido, algunos creían que era sordo y otros creían que era mudo. Pero él no era ninguna de esas cosas, sólo que no sabía relacionarse y como sus intentos por hacerlo no tenían éxito poco a poco fue dejando de intentarlo.

Esa sensación de soledad le producía bastante angustia, nunca estaba contento y un día se enteró que su mejor amiga se iba a otro colegio. Fue un duro golpe, ese curso se quedó solo en clase. Alberto tenía miedo de hablar con los demás compañeros ya que no conseguía conectar con ellos.

Un día, la profesora de apoyo del colegio de Alberto les dijo a sus padres:

-Puede que Alberto tenga Síndrome de Asperger.

Los padres de Alberto no sabían qué hacer, no sabían dónde acudir. Tenían una gran angustia porque lo que más les sonaba de lo que pudieron leer en Internet era la palabra autismo. Ahí empezó una búsqueda desesperada de ayuda que choco demasiadas veces con puertas, en las que no hallaron ni diagnósticos ni soluciones hasta que por fin encontraron, casi por casualidad, una asociación que les confirmó el diagnóstico y les encendió una lucecita hacia la que dirigirse.

Cuando sus papás descubrieron que Alberto tenía SA, empezaron a buscar ayuda; se enteraron de sus derechos y Alberto empezó a recibir apoyo en la asociación donde estaban centrados en ayudarle con mucho cariño. Su terapia empezó a dar resultado y así Alberto fue creciendo. Alberto fue evitando las situaciones de acoso que habitualmente sufren los afectados con SA y fue integrándose en las actividades normales que hacían todos los niños. Destacó en el equipo de futbol sala de su colegio como uno más de los jugadores y en los años que estuvieron disputando la liga local alcanzaron varios títulos. Eran un auténtico dream team y Alberto ayudaba como el que más a los éxitos del equipo.

Así, Alberto fue creciendo. Sacaba muy buenas notas, era un chaval trabajador y estudioso lo que le hizo llegar a la universidad muy preparado. Él seguía haciendo deporte y estudiando de forma que su vida avanzaba y parecía que todos admitían sus síntomas con normalidad como una muestra más de la diversidad de nuestra sociedad.

Un día, Alberto se sintió atraído por una de sus compañeras de clase. Era su segundo año en la universidad y el amor había llegado a su vida de forma inesperada, porque hasta entonces él no había mostrado interés por ninguna otra chica. Cristina, que así se llamaba la chica, era un año mayor que Alberto y era una chica dulce y atractiva. Eran compañeros desde el primer año de universidad.

Alberto ya se había fijado en ella nada más llegar a la uni, pero nunca se había atrevido a declararse. En aquella época Alberto se había convertido en un chaval bastante atractivo. Era rubio, delgado y alto y sus ojos tenían un bonito color avellana que imprimía a su mirada una dulzura especial. Su timidez también tenía su encanto, al menos para Cristina. Le daba un cierto aire misterioso que a muchas chicas las hacia fijarse en él. Cristina, por su parte, también era alta; su constitución era fuerte; tenía el pelo oscuro y liso; nariz larga pero proporcionada con su cara de facciones marcadas y sus ojos eran de un verde claro que les hacía contrastar centrados en la melena que caía por los lados de sus cejas, y todo el mundo se sentía hipnotizado la primera ver que la veían.

Empezaron a entablar amistad haciendo trabajos juntos, su relación se fue haciendo más estrecha. Realizaron varias labores de voluntariado, se buscaban en el tren de cercanías, viajaban juntos y reían durante los largos trayectos.

Un día, quedaron para ir al cine y cuando volvían a casa Alberto se decidió a dar un paso que había imaginado y ensayado muchas veces de distintas formas. Pero ese día no coincidió con ninguno de los guiones imaginados. Simplemente sintió que era el momento, que estaba “sembrao”, y dijo:

-¿Quieres ser mi chica?

Cristina le miró, entre asombrada y nerviosa. Se sonrojó. Después de unos segundos eternos para Alberto ella acertó a contestar con otra pregunta: “¿Qué quieres decir?” No se lo estaba poniendo fácil.

-Que me gustaría salir contigo. Me gustas mucho. -Seguía inspirado. Le vino bien la sinceridad típica de los chicos con SA y Cristina respondió con la mirada antes que con la voz. Alberto no entendió bien esa mirada, pero afortunadamente para él la repuesta no se hizo esperar tantos segundos como la anterior. Ella pronunció un tímido: “Sí. Hacía tiempo que esperaba que me lo pidieras”.

Los minutos siguientes fueron todo lo más maravillosos que se pudieran imaginar. Mientras se besaban con un beso tan dulce que superaría claramente al más dulce de los pasteles, unos fantásticos fuegos artificiales estallaron en el corazón de Alberto que se llenó de alegría y se sintió tan feliz como el chico más feliz. O más feliz aún.

Alberto y Cristina siguieron con su relación y con su vida. No les sobraba tiempo porque ambos siguieron estudiando, haciendo trabajos esporádicos y, cuando tenían tiempo, les gustaba el deporte al aire libre. Hacían largas excursiones a la montaña y, desde lo alto, planificaban su futuro.

-Cuando tengamos trabajo nos casaremos -solía decir Alberto.

-Habrá que tener niños -soltaba algunas veces Cristina.

Siempre acababan riendo y después callando. Esos silencios eran muy valiosos para Alberto. Se sentía cómodo en ellos porque estaba acostumbrado desde pequeño a la soledad. Le servía para asimilar lo que habían hablado y reordenar sus pensamientos para luego continuar la charla. Así podía volver a ser feliz unos momentos después viviendo el futuro y disfrutándolo en su imaginación.

Llegó un día en que Cristina tuvo que dejar la universidad y ponerse a trabajar porque no avanzaba en los estudios y a sus padres no les llegaba el dinero. Afortunadamente, pronto encontró trabajo y esto hizo que empezaran a verse menos. Pero no por verse menos se enfrió su relación: ahora los momentos eran más intensos. Como ya cada uno pasaba el día en mundos distintos, el poco tiempo que estaban juntos tenían más cosas que contarse y ambos se enriquecían con las vivencias del otro como si fueran propias.

Poco tiempo después, Alberto también encontró trabajo, ya con su carrera casi terminada, y empezaron a hacer realidad sus planes. Alquilaron un apartamento equidistante entre sus dos trabajos y se independizaron. Eran días de vino y rosas, en realidad más rosas que vino porque a ninguno de los dos les gustaba rebajar la Coca-Cola, como solía decir Alberto que era muy aficionado a los juegos de palabras.

Una bonita tarde de otoño, cuando el sol del crepúsculo madrileño inunda todo con tonos de luz entre amarilla y naranja, Alberto volvió del trabajo muy contento. Cristina aún no estaba en casa y él la esperó haciendo café. Colocó en la mesa unos pasteles que había comprado para celebrar la noticia que tenía preparada para cuando llegara ella. Cristina entró en casa y vio los pasteles sobre la mesa que había delante de la puerta de la terraza mientras colgaba el bolso y el abrigo en el perchero del recibidor. Los últimos rayos de sol iluminaban aún una esquina de la bandeja de pasteles y ella se quedó mirando los pasteles que traía en la mano. Mientras de la cocina salía un exquisito olor a café recién hecho. Alberto salió rápido del dormitorio y besó con ternura las mejillas de ella, un beso en cada una como solía hacer todas las tardes al llegar del trabajo, sin percatarse que ella tenía entre sus manos una bandeja de pasteles comprada en el mismo sitio donde él había comprado los suyos.

- ¿Quieres café? -le preguntó mientras empezaba a echarlo en la taza. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ella, en silencio, guardaba su bandeja de pasteles en la nevera; pero dudó si eran los suyos o eran otros. En silencio ahora los dos, Alberto le acercó su taza al tiempo que la invitaba con un gesto a seguirle al salón. Cristina le siguió, y antes de llegar frente a la mesa donde les esperaban los pasteles, Alberto dijo:

-Tengo una buena noticia que contarte. He comprado estos pasteles para celebrarla -su pulso empezaba a acelerarse mientras hablaba.

-Yo también he comprado pasteles para celebrar una noticia -le contestó Cristina mientras se sentaba frente a él y cogía un pastel de nata que había al otro lado de la bandeja. Alberto frunció el ceño durante medio segundo porque ese pastel también era su favorito pero en realidad le daba igual, había otro y además él preferiría que se lo comiera ella si sólo hubiera habido uno. “¿Así, qué noticia tenemos que celebrar?”, dijo un poco desconcertado.

-Di tu noticia primero. Tú lo has dicho antes -respondió Cristina, cargada de razón.

-Está bien -asintió Alberto-. Me han ascendido y voy a ganar 300 euros más todos los meses -mientras pronunciaba la frase, se le iluminaron los ojos y una enorme sonrisa llenó su cara. Se quedó mirando fijamente a los ojos verdes de Cristina, esperando su reacción.

-Es estupendo -respondió Cristina con menos entusiasmo del que Alberto esperaba. Y luego añadió: “Nos vendrán bien porque vamos a tener unos gastillos extras”. Hizo una pausa para que él fuera asimilando el significado de sus palabras e inmediatamente continuó: “He ido a recoger el resultado de los análisis que me hice el lunes”. Ahora, Alberto parecía ir entendiendo porque la sonrisa de antes empezaba a dibujarse de nuevo en su cara. Tras otra pequeña pausa ella terminó de dar su noticia: “Vamos a ser papás”.

Ahora, la pausa fue más larga. A Alberto le temblaban las manos y soltó el café para no derramarlo ya que la taza estaba demasiado llena aún. Se levantó desconcertado pero muy contento y abrazó muy fuerte a Cristina durante un instante. Inmediatamente aflojo el abrazo un poco pensando absurdamente que podría ser perjudicial para el embarazo y se sentaron en el sofá que tenían al lado sin deshacer el abrazo.

Se dio cuenta que se había hecho de noche y sólo les alumbraba indirectamente la luz de la cocina que había quedado encendida. Estuvieron mucho tiempo abrazados y en silencio. A partir de ese día, el primero de su nueva vida, fueron felices y comieron perdices que es como deben acabar los cuentos.




                             PEDRO BRAVO REDEL

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