Alejandro fue un bebé que nació fuerte y sano.
Se alegraron mucho de su nacimiento sus papás y sus hermanos mayores. A los dos
años, cuando iba al parque de su barrio, casi no tenía iniciativa ni ganas para
relacionarse con niños de su edad. Su mamá le animaba a jugar con ellos, pero
los demás le veían algo torpe. Muchas veces cogía rabietas cuando le cambiaban
sus horarios y sus rutinas porque no entendía por qué las cosas pueden ocurrir
de diferente manera.
Alejandro empezó al colegio con cuatro años.
Aprendió a leer con mucha facilidad, aunque no le gustaba contar cuadritos. Se
llevaba bien con algunos compañeros simpáticos por naturaleza. En el recreo
probó a jugar al fútbol, y unas veces le colocaban como portero y otras en el
banquillo. Alejandro no encontró interés en esto, y prefería el aislamiento.
Durante las vacaciones en la playa solía
inventar juegos peculiares, como la construcción de canales de arena por los
que circulaba agua, y así Alejandro sentía felicidad a su manera. Algunos niños
le ayudaban como obreros, pero Alejandro era intransigente con los demás y
pocas veces les gustaba relacionarse con él.
Cuando tenía seis años empezó a distraerse en
la escuela porque la materia de clase le parecía sencilla. La primera persona
con quien sufrió verdadera incomprensión a su diversidad fue con su profesora,
que le ridiculizó en público. Herido en su dignidad, Alejandro le propinó una
contestación en defensa de sus derechos, con lo que le percibieron como
problemático en potencia. Tras esto, ella intentó convencer a los padres para
que le cambiaran de colegio a mitad de curso, pero ellos habían apreciado la
sensibilidad y resistencia al cambio de Alejandro y no les pareció una buena
idea. La posterior insistencia del centro en sus argumentos manipuladores hacia
que quizá tuvieran que terminar expulsándolo motivó la denuncia a un inspector,
que no apreció que el comportamiento de Alejandro tuviera que estar fuera de
las funciones de un profesional educativo.
Con ocho años nuestro protagonista se aficionó
a los dinosaurios, de los que había oído hablar en un programa de televisión
para niños. Conocía todas las especies, con su alimentación preferida, hábitat
y periodos geológicos en que vivieron. Incapaz de identificar las emociones,
siempre hablaba de todo ello y no notaba que los demás se aburrían con él, le
percibían como raro y le dejaban en soledad.
Hubo momentos en que pensó que entre sus
amigos se encontraba la tendera de debajo de casa porque le sonreía cuando
compraba el pan cada día. Con los pocos amigos que tenía compartía su afición a
los juegos de la videoconsola. Hubo un chico de su colegio con el que entabló
durante dos años lo que él consideró una buena amistad, pero Alejandro
descubrió al final que le usó como pretexto para acercarse a su hermana, que le
rechazó. Otro de ellos dejó de tratarse con él después de que Alejandro
discutiera con el padre de este amigo, animándole a abandonar el tabaco, de
cuyas consecuencias estaba informado por un libro que había encontrado en la
biblioteca de su barrio. Rara vez le invitaron a un cumpleaños, e incluso
muchos le dejaron plantado cuando él celebró el suyo una vez.
Su aislamiento le produjo indefensión hacia
los matones del colegio, que le amenazaban a diario si no le entregaban el
bocadillo que debía tomar en el recreo, y que luego vendían. Durante la
adolescencia, su ingenuidad y desconocimiento de las reglas sociales, que el
resto de compañeros había aprendido por pura intuición, le hacían un blanco
perfecto para las burlas. Alejandro se daba cuenta tarde de estas intenciones
y, por eso, desarrolló un sistema defensivo, que también le aisló de personas
propicias. Frecuentemente no adivinaba las intenciones de provocación de los
acosadores, que terminaban pegándole.
Nunca sufrió grandes problemas educativos y
fue aprobando sus asignaturas en los diferentes niveles gracias al apoyo de
muchos grandes profesionales. Su orientación personal, de manera intuitiva,
siempre se dirigió a ramas minoritarias, entre las que resulta más sencilla la
atención personalizada al alumno.
Cuando empezó el instituto la brecha social
existente entre el resto de los compañeros y él se hizo evidente. Admitía a
regañadientes realizar trabajos en grupo, en los que solía tener que juntarse
con repetidores sin intenciones de colaborar, aunque Alejandro lo prefería para
poder así orientar la labor a su manera, sin discutir los diversos puntos de
vista de la realidad. Pensaban que no se relacionaba con nadie porque él no
quería, aunque él no encontraba la forma de encajar con el resto por su poca
habilidad para los deportes y sus conversaciones cargantes, y se pasaba tardes
enteras en la biblioteca investigando los diferentes temas que periódicamente
iban apasionándole. Algún compañero comprensivo le propuso el reto de “ser
normal” durante solo una semana; pero otro apreció lo que Alejandro parece de
un modo emocionalmente inteligente y vio lo que es, describiéndole como una
persona excéntrica con buenas intenciones.
Hubo compañeras sensibles y comprensivas con
las que creyó sentir amor, sin conocer los diversos pasos de las relaciones
sentimentales. Cuando vio alguna película romántica comprendió que se trataba
de algo distinto, que más bien se trataba de cariño o empatía.
De adulto consiguió trabajos de baja
cualificación. Muchas personas le transmitían que esas empresas estaban por
debajo de sus posibilidades, pero el esfuerzo continuado necesario para ocupar
empleos acordes con su alta formación o ascender de categoría le hacían sentir
un “techo de cristal”. Siempre entendió que debía ejercer en sí mismo y en los
demás una aplicación rigurosa de las normas que le habían enseñado en la
teoría, pero muchos compañeros no lo comprendían y sufrió vacío y acoso laboral.
Sus peculiaridades pronto le hacían que sus superiores simplemente le
apreciaran como a cualquiera, y no las comprendían aunque estuviera dispuesto a
prolongar su jornada con tal de terminar su labor.
Alejandro se apuntó a cursos de su gusto para
mayores en los que le gustaba tratar con personas mayores que él. Sus opiniones
solían romper el hilo del debate que se planteaba en la clase, pero la
comprensión de los compañeros le facilitaba las cosas. Le apreciaban como una
enciclopedia a la que consultar datos, y alguno apreció su tono de voz como
igual al del GPS.
Su sempiterna soledad se agudizó por la muerte
de su abuelo, al que estaba muy unido. Acudió a un psicólogo para que le
ayudara a superar el duelo. Este apreció signos evidentes de depresión, y
también algún otro problema, para el que le derivó a un especialista. Este
profesional apreció en Alejandro características de una patología de la que le
habían hablado en un reciente seminario de actualización: el síndrome de
Asperger. Le explicaron que éste era un trastorno generalizado del desarrollo
con alto funcionamiento. Estaba relacionado con el autismo, una palabra con la
que se asustó su entorno, más cuando le habían medido años atrás un coeficiente
intelectual cercano a la superdotación intelectual.
Le aconsejaron que conociese una asociación
dedicada al apoyo de personas con esta dificultad. Allí participó en talleres
en que aprendió de una forma cuasi reglada la asertividad y las formas de
tratar a los demás con efectividad. También le brindó la posibilidad de tratar
con personas con sus mismas dificultades, y aprender de ellos. Gracias a estos
compañeros encontró un ambiente propicio para hablar de los temas de su gusto,
con los que siempre le habían rechazado más o menos explícitamente en otro tipo
de círculos.
Gracias a todas estas ayudas Alejandro se
conoció mejor a sí mismo y se aceptó como es. Se sintió preparado para ser, y
con las herramientas necesarias para superarse día a día. Se reconoció como un
hombre especial, fuera de los parámetros típicos, pero de provecho.
JUAN-PABLO FRÍAS LASHERAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario