Érase una vez, que
es como comienzan los cuentos, un niño que se llamaba Alberto. Era un niño como
todos los demás, pero había un detalle en el que se diferenciaba de los otros
niños: Alberto no se divertía en la escuela. Cuando era pequeño, no hablaba con
su profesora, el sólo hablaba con una compañera y con su familia. Estaba
aislado y eso no le permitía ser tan feliz como otros niños de su edad. La
única alegría que tenía era cuando estaba jugando con su amiga en el recreo y
con sus padres en casa.
En el parque se
sentía apartado, lo demás niños no contaban con él para jugar y acababa jugando
solo y encerrándose cada vez más en su pequeño mundo. Alberto parecía un chico
muy tímido, algunos creían que era sordo y otros creían que era mudo. Pero él
no era ninguna de esas cosas, sólo que no sabía relacionarse y como sus
intentos por hacerlo no tenían éxito poco a poco fue dejando de intentarlo.
Esa sensación de
soledad le producía bastante angustia, nunca estaba contento y un día se enteró
que su mejor amiga se iba a otro colegio. Fue un duro golpe, ese curso se quedó
solo en clase. Alberto tenía miedo de hablar con los demás compañeros ya que no
conseguía conectar con ellos.
Un día, la
profesora de apoyo del colegio de Alberto les dijo a sus padres:
-Puede que Alberto
tenga Síndrome de Asperger.
Los padres de
Alberto no sabían qué hacer, no sabían dónde acudir. Tenían una gran angustia
porque lo que más les sonaba de lo que pudieron leer en Internet era la palabra
autismo. Ahí empezó una búsqueda desesperada de ayuda que choco demasiadas
veces con puertas, en las que no hallaron ni diagnósticos ni soluciones hasta
que por fin encontraron, casi por casualidad, una asociación que les confirmó
el diagnóstico y les encendió una lucecita hacia la que dirigirse.
Cuando sus papás
descubrieron que Alberto tenía SA, empezaron a buscar ayuda; se enteraron de
sus derechos y Alberto empezó a recibir apoyo en la asociación donde estaban
centrados en ayudarle con mucho cariño. Su terapia empezó a dar resultado y así
Alberto fue creciendo. Alberto fue evitando las situaciones de acoso que
habitualmente sufren los afectados con SA y fue integrándose en las actividades
normales que hacían todos los niños. Destacó en el equipo de futbol sala de su
colegio como uno más de los jugadores y en los años que estuvieron disputando
la liga local alcanzaron varios títulos. Eran un auténtico dream team y Alberto ayudaba como el que más a los éxitos del
equipo.
Así, Alberto fue creciendo.
Sacaba muy buenas notas, era un chaval trabajador y estudioso lo que le hizo
llegar a la universidad muy preparado. Él seguía haciendo deporte y estudiando
de forma que su vida avanzaba y parecía que todos admitían sus síntomas con
normalidad como una muestra más de la diversidad de nuestra sociedad.
Un día, Alberto se
sintió atraído por una de sus compañeras de clase. Era su segundo año en la
universidad y el amor había llegado a su vida de forma inesperada, porque hasta
entonces él no había mostrado interés por ninguna otra chica. Cristina, que así
se llamaba la chica, era un año mayor que Alberto y era una chica dulce y
atractiva. Eran compañeros desde el primer año de universidad.
Alberto ya se
había fijado en ella nada más llegar a la uni, pero nunca se había atrevido a
declararse. En aquella época Alberto se había convertido en un chaval bastante
atractivo. Era rubio, delgado y alto y sus ojos tenían un bonito color avellana
que imprimía a su mirada una dulzura especial. Su timidez también tenía su
encanto, al menos para Cristina. Le daba un cierto aire misterioso que a muchas
chicas las hacia fijarse en él. Cristina, por su parte, también era alta; su
constitución era fuerte; tenía el pelo oscuro y liso; nariz larga pero
proporcionada con su cara de facciones marcadas y sus ojos eran de un verde
claro que les hacía contrastar centrados en la melena que caía por los lados de
sus cejas, y todo el mundo se sentía hipnotizado la primera ver que la veían.
Empezaron a
entablar amistad haciendo trabajos juntos, su relación se fue haciendo más
estrecha. Realizaron varias labores de voluntariado, se buscaban en el tren de cercanías,
viajaban juntos y reían durante los largos trayectos.
Un día, quedaron
para ir al cine y cuando volvían a casa Alberto se decidió a dar un paso que
había imaginado y ensayado muchas veces de distintas formas. Pero ese día no
coincidió con ninguno de los guiones imaginados. Simplemente sintió que era el
momento, que estaba “sembrao”, y dijo:
-¿Quieres ser mi
chica?
Cristina le miró,
entre asombrada y nerviosa. Se sonrojó. Después de unos segundos eternos para
Alberto ella acertó a contestar con otra pregunta: “¿Qué quieres decir?” No se
lo estaba poniendo fácil.
-Que me gustaría
salir contigo. Me gustas mucho. -Seguía inspirado. Le vino bien la sinceridad
típica de los chicos con SA y Cristina respondió con la mirada antes que con la
voz. Alberto no entendió bien esa mirada, pero afortunadamente para él la
repuesta no se hizo esperar tantos segundos como la anterior. Ella pronunció un
tímido: “Sí. Hacía tiempo que esperaba que me lo pidieras”.
Los minutos
siguientes fueron todo lo más maravillosos que se pudieran imaginar. Mientras
se besaban con un beso tan dulce que superaría claramente al más dulce de los
pasteles, unos fantásticos fuegos artificiales estallaron en el corazón de
Alberto que se llenó de alegría y se sintió tan feliz como el chico más feliz.
O más feliz aún.
Alberto y Cristina
siguieron con su relación y con su vida. No les sobraba tiempo porque ambos
siguieron estudiando, haciendo trabajos esporádicos y, cuando tenían tiempo,
les gustaba el deporte al aire libre. Hacían largas excursiones a la montaña y,
desde lo alto, planificaban su futuro.
-Cuando tengamos trabajo nos casaremos -solía
decir Alberto.
-Habrá que tener niños -soltaba algunas veces
Cristina.
Siempre acababan riendo y después callando.
Esos silencios eran muy valiosos para Alberto. Se sentía cómodo en ellos porque
estaba acostumbrado desde pequeño a la soledad. Le servía para asimilar lo que
habían hablado y reordenar sus pensamientos para luego continuar la charla. Así
podía volver a ser feliz unos momentos después viviendo el futuro y
disfrutándolo en su imaginación.
Llegó un día en que Cristina tuvo que dejar
la universidad y ponerse a trabajar porque no avanzaba en los estudios y a sus
padres no les llegaba el dinero. Afortunadamente, pronto encontró trabajo y
esto hizo que empezaran a verse menos. Pero no por verse menos se enfrió su
relación: ahora los momentos eran más intensos. Como ya cada uno pasaba el día
en mundos distintos, el poco tiempo que estaban juntos tenían más cosas que
contarse y ambos se enriquecían con las vivencias del otro como si fueran
propias.
Poco tiempo después, Alberto también encontró
trabajo, ya con su carrera casi terminada, y empezaron a hacer realidad sus
planes. Alquilaron un apartamento equidistante entre sus dos trabajos y se
independizaron. Eran días de vino y rosas, en realidad más rosas que vino porque
a ninguno de los dos les gustaba rebajar la Coca-Cola, como solía decir Alberto
que era muy aficionado a los juegos de palabras.
Una bonita tarde de otoño, cuando el sol del
crepúsculo madrileño inunda todo con tonos de luz entre amarilla y naranja,
Alberto volvió del trabajo muy contento. Cristina aún no estaba en casa y él la
esperó haciendo café. Colocó en la mesa unos pasteles que había comprado para
celebrar la noticia que tenía preparada para cuando llegara ella. Cristina
entró en casa y vio los pasteles sobre la mesa que había delante de la puerta
de la terraza mientras colgaba el bolso y el abrigo en el perchero del
recibidor. Los últimos rayos de sol iluminaban aún una esquina de la bandeja de
pasteles y ella se quedó mirando los pasteles que traía en la mano. Mientras de
la cocina salía un exquisito olor a café recién hecho. Alberto salió rápido del
dormitorio y besó con ternura las mejillas de ella, un beso en cada una como
solía hacer todas las tardes al llegar del trabajo, sin percatarse que ella
tenía entre sus manos una bandeja de pasteles comprada en el mismo sitio donde
él había comprado los suyos.
- ¿Quieres café? -le preguntó mientras
empezaba a echarlo en la taza. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ella,
en silencio, guardaba su bandeja de pasteles en la nevera; pero dudó si eran
los suyos o eran otros. En silencio ahora los dos, Alberto le acercó su taza al
tiempo que la invitaba con un gesto a seguirle al salón. Cristina le siguió, y
antes de llegar frente a la mesa donde les esperaban los pasteles, Alberto
dijo:
-Tengo una buena noticia que contarte. He
comprado estos pasteles para celebrarla -su pulso empezaba a acelerarse
mientras hablaba.
-Yo también he comprado pasteles para
celebrar una noticia -le contestó Cristina mientras se sentaba frente a él y
cogía un pastel de nata que había al otro lado de la bandeja. Alberto frunció
el ceño durante medio segundo porque ese pastel también era su favorito pero en
realidad le daba igual, había otro y además él preferiría que se lo comiera
ella si sólo hubiera habido uno. “¿Así, qué noticia tenemos que celebrar?”, dijo
un poco desconcertado.
-Di tu noticia primero. Tú lo has dicho antes
-respondió Cristina, cargada de razón.
-Está bien -asintió Alberto-. Me han
ascendido y voy a ganar 300 euros más todos los meses -mientras pronunciaba la
frase, se le iluminaron los ojos y una enorme sonrisa llenó su cara. Se quedó
mirando fijamente a los ojos verdes de Cristina, esperando su reacción.
-Es estupendo -respondió Cristina con menos
entusiasmo del que Alberto esperaba. Y luego añadió: “Nos vendrán bien porque
vamos a tener unos gastillos extras”. Hizo una pausa para que él fuera
asimilando el significado de sus palabras e inmediatamente continuó: “He ido a
recoger el resultado de los análisis que me hice el lunes”. Ahora, Alberto parecía
ir entendiendo porque la sonrisa de antes empezaba a dibujarse de nuevo en su
cara. Tras otra pequeña pausa ella terminó de dar su noticia: “Vamos a ser
papás”.
Ahora,
la pausa fue más larga. A Alberto le temblaban las manos y soltó el café para
no derramarlo ya que la taza estaba demasiado llena aún. Se levantó
desconcertado pero muy contento y abrazó muy fuerte a Cristina durante un
instante. Inmediatamente aflojo el abrazo un poco pensando absurdamente que
podría ser perjudicial para el embarazo y se sentaron en el sofá que tenían al
lado sin deshacer el abrazo.
Se dio cuenta que se había hecho de noche y
sólo les alumbraba indirectamente la luz de la cocina que había quedado
encendida. Estuvieron mucho tiempo abrazados y en silencio. A partir de ese
día, el primero de su nueva vida, fueron felices y comieron perdices que es
como deben acabar los cuentos.